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Cayendo en la trampa

María Amparo Casar

María Amparo Casar

A juicio de Amparo

 

Nuestros pensamientos y creencias dirigen nuestras acciones. Hagamos un ejercicio. Ubiquemos en un gráfico todas las construcciones mentales que nos conducen a tomar partido. Por ejemplo, por quién votar o qué hacer con el aeropuerto. Ese gráfico tiene un eje vertical que gradúa un continuo en cuyo tope está lo ultra-racional y en la base la irracionalidad extrema, con matices entre estos extremos. 

En lo más alto de la escala estaría lo más racional y elaborado. Aquello que responde a lo que Descartes llamaba la duda metódica, sugiriendo que la base del crecimiento y del conocimiento reside en cuestionarnos todo, aun aquellas creencias profundas que a fuego lento fueron forjando nuestras ideas.

En lo más bajo y profundo del gráfico están los actos de fe enraizados emocionalmente en nosotros: religión, nacionalidad o devoción por nuestro equipo de futbol. Aquí nada se cuestiona ni se “googlea” para buscar razón o explicación. Tendemos a compartir ideas con “los de nuestro equipo” para reforzar las convicciones en común, en lugar de exponerlas a los incómodos argumentos del “otro equipo”, que suelen generarnos una reacción visceral si ponen en tela de juicio lo que decimos. A menudo estas creencias devienen en fanatismos; la existencia de matices se diluye, siendo casi imposible tender un puente al otro lado para aproximar ideas. 

Las decisiones trascendentales, aquellas que afectan nuestras vidas y las del país, deberían estar motivadas sólo por aquellas ideas ubicadas en el cuadrante de la racionalidad. Pero, ¿qué ocurre cuando nos encontramos con que las circunstancias conducen a que las decisiones que ameritan una inteligente, racional —y, por qué no, apasionada— contraposición de ideas, se deciden con base en las creencias o los dogmas? ¿Qué pasa cuando ya no se puede discutir sobre el Tren Maya, la refinería de Dos Bocas, la educación o la salud y estos temas —como el futbol o la religión— se vuelven credos?

Una abrumadora evidencia histórica enseña que la humanidad sólo avanza cuando logra alejarse de la irracionalidad. La Inquisición medieval, a través del miedo y la mentira, impuso credos o dogmas que no se discutían, atrofiando la lógica, ciencia e iniciativa.

La sociedad sólo retomó el progreso cuando volvió a refundarse en el saber, construida sobre los hombros de una oposición racional de ideas.

Lamentablemente, dramas como la inequidad social, inseguridad o corrupción han facilitado el surgimiento de políticos que han sabido explotarlos promoviendo el dominio de credos sobre los temas que deberían ubicarse en el dominio racional. Para llegar al poder y mantener o ampliar sus bases, este tipo de políticos gusta de exacerbar las diferencias, denostar al pensamiento disidente y reemplazar la razón por la fe.

Por ejemplo, aquellos gobernantes que monopolizan la palabra o los nuevos caudillos del “tuit” buscan el impacto rápido, extremo y simplón, sin lugar ni preocupación para matices o mayor elaboración. La polarización de la sociedad no es su drama, sino su arma.

Todos hemos caído en la trampa que nos tendieron. Cada quien escucha, atiende, lee las noticias o sintoniza los programas que comparten las opiniones afines. Pero mientras algunos se ocupan de fundamentar sus posiciones, otros apelan a una superioridad moral que no requiere de argumentos, discusión o validación. O se apoya incondicionalmente las ideas del poder de turno o se pertenece a una construcción social de “enemigo del pueblo”. En ella caben los cretinos, los fifís, los corruptos, los defensores de privilegios, los chayoteros. A ellos se les denuesta despiadadamente, sin esforzarse en evaluar los méritos de sus posturas.

No será fácil encontrar una solución a esto, pero urge inocular a la sociedad contra la demagogia y hace falta un catalizador que inicie la reacción que nos regrese a la racionalidad. No se me ocurre mejor opción que apelar al gobernante, al periodista, al académico y al analista a que nos incite a priorizar y debatir ideas, a que nos arranque de la inercia dogmática. Un debate público que señale la ubicación de los puntos cardinales, que dé referencias, que nos obligue a pensar y a dudar, que nos recuerde que hay matices y que sea el eco de todas las perspectivas.

Vinimos al mundo con dos orejas y una sola boca. Debemos usarlas en esa proporción.

 

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